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martes, 15 de febrero de 2011

08 VIDA DE SAN FRANCESCO Desnudo, pero arropado por Dios

La vida seguía su ritmo. Nunca perdí la alegría. Eso sí, vi que tenía que optar por lo que tenía metido en la cabeza y creía que era lo mejor, aun en contra de la presión que hacía mi padre, la atracción de los amigos... Cada uno de los que me rodeaban quería hacerme a su imagen, y en particular mi padre. Ya había comenzado mal: el abandono de los amigos, la prisión en casa, el abandono definitivo de la casa paterna, la venta de retales y del caballo en Foligno, una ciudad vecina a Asís, y lo recaudado se lo había entregado a Pedro, un pobre sacerdote que me había acogido en la ermita de San Damián, donde prestaba su ministerio sacerdotal. Pero rechazó siempre el dinero por miedo a mi padre. 

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Mi padre, por su parte, se enfadó sobremanera, me buscó por todas partes, particularmente por miedo a perder su dinero, y pidió ayuda a los cónsules de la ciudad para que me obligasen a volver a casa...; finalmente, decidí entregarme yo, pero no en manos de la justicia civil, sino de la justicia eclesiástica. Y ante el obispo Guido Segundo, un buen obispo, mi amigo y consejero, decidí dar testimonio en público de mi cambio de vida.
Lo había pensado bien: mi padre me quería a su imagen y nada más, aunque era un amor profundo de padre y el deseo de que prolongase la estirpe y el nombre de Pedro de Bernardone; me daba de todo, pero haciéndome a su medida. Sin embargo, Dios, el Padre del cielo, me quería sin más y me dejaba ser libre, y continuaba amándome, aunque no viviese y no me formase según su imagen. Entonces comprendí lo que vale hacerse uno a sí mismo, formarse uno según el prototipo que el propio Dios te presenta, y comprendí que Dios me quería a mí, Francisco. 

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Debía entonces optar por mí, y por tanto por Dios y los demás, o por mi padre, dejando de ser yo, porque a mi padre ya se le había hecho la boca agua: al hablar de mí, parecía hablar de sí, se había adueñado de mi personalidad. 

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Sí, sí, delante del obispo, ante el palacio episcopal, en la plaza que hay ante la antigua catedral, la iglesia de Santa María la Mayor, decidí ser yo mismo, desnudándome de todo lo ajeno, de todo lo que quería aprisionarme, renunciando a todo lo que me impedía hacerme y realizarme, hasta de la ropa interior; todo se lo entregué a mi padre, no porque no amase al que me engendró -siempre amé a mi padre, a Pedro de Bernardote-, sino para que nada obstaculizase mi decisión, y a gritos llamé a Dios "padre", puesto que permitía realizarme, y recé y dije: "Padre nuestro que estás en los cielos..." Me desnudé, pero Dios me cubrió con su manto, y sentí su amor y tuve fuerzas' para derramar mi amor, su amor, con mi pobreza y debilidad, pero con su fuerza, a todo hombre y a todas las criaturas. 

Me quedé sin nada, desnudo, pero en este desprenderme hasta de mí mismo enriquecía hasta a los más ricos, porque me entregaba sin medida. Me dejaron solo, pero sentí siempre compañía...; una capa que te cubre, la del obispo; un amigo que te ofrece su casa y los vestidos, Spadalunga...