.
.
.
.
.
.
.
.

viernes, 18 de febrero de 2011

10 VIDA DE SAN FRANCESCO El Cristo que me habló

Fue poco antes de comenzar a trabajar como albañil. Estaba de rodillas, meditando, mirándome a mí mismo con los ojos interiores, los que contemplan lo que somos, las obras, pensamientos, omisiones..., indescifrables a los ojos de los demás; de vez en cuando elevaba la mirada exterior a la cruz que presidía la iglesia de San Damián, ante la que yo me encontraba de hinojos, cuando de pronto sentí aquellas palabras que tantas veces has oído o leído: "¡Francisco, ve y repara mi casa, pues, como ves, amenaza ruina!" Yo, ni corto ni perezoso, comencé a trabajar, como dije antes, con la paleta de albañil, y a colocar piedras que ocultasen los huecos o unir lo resquebrajado... Pero, de pronto, me di cuenta, pasado un tiempo y tras haberme confiado a otras personas, que la Iglesia era más que las ermitas de San Damián, San Pedro de la Espina, la Porciúncula... No quiero decir que abandonase la albañilería, el continuar reparando iglesitas en mal estado y casi abandonadas, no, sino que, como digo, me di cuenta de que el rostro de Jesús, ese Jesús que me miraba desde la cruz, era más vivo, más latente, más dialogante; que la Iglesia tenía un cuerpo, el de los hombres, y los hombres un rostro, el de Cristo.
sandamian
Desde este momento intenté encontrarme con la Iglesia y con los hombres, viendo en ellos el rostro de Jesús. Y comencé a aclararme las ideas y, al lado de los hombres, de la Iglesia que vive cada día, que sufre y que duda, comencé a sentir cercano al Cristo de San Damián, muerto, pero resucitado y ascendiendo por encima del círculo que hay en lo alto de la cruz damianita y que son las limitaciones de nuestra humanidad; lo vi muerto, pero resucitado en el leproso particularmente.
sandamian
Hasta entonces siempre había intentado huir de su encuentro, aunque a veces, por necesidad, al ir a algunas de las tierras paternas, tenía que pasar cerca de alguna leprosería. Ahora, sin embargo, comprendí que "lo que hagáis a uno de mis hermanos pequeños, menores, a mí me lo hacéis". Comprendí también que el leproso y Jesús tenían mucho en común: condenado a muerte en una condena realizada fuera de la ciudad, fuera de la convivencia social. A ambos, a Jesús y al leproso, había alguien que les amaba: Dios, porque el leproso había sido también capaz de cargar con el pecado propio, a veces demasiado pequeño o nulo, soportando la lepra, y con el ajeno, al llevar sobre sí el gran pecado de la injusticia social.
sandamian
Desde este momento me acerqué a los leprosos. No era para curarlos milagrosamente; tampoco Jesús lo hizo siempre. Comprendí que la lepra, como las demás enfermedades, son hermanas de nuestra naturaleza, forman fraternidad con nuestra hermana la muerte corporal. Nos dicen lo que somos: mortales. Pues bien, me acerqué a ellos para curarlos como a hermanos, como al Cristo de San Damián, pero en vivo, no sobre tabla en yeso y colores. Y tuve la gran suerte de comprender que el amor es el motor del evangelio, el corazón de la Iglesia y de la sociedad, el único capaz de crear la paz del espíritu, la paz interior y exterior, la fraternidad, la cercanía, la convivencia -también con los leprosos-, la vida... En mi propia cercanía al leproso comenzó el gran milagro: en mí, la conversión, y en ellos, la sonrisa que brota del amor